Suspiros espesos como una noche sumergida en niebla.
Sentir cómo el más mínimo elogio, reconocimiento, valoración, hace que se te salten las lágrimas.
Y recaer. Te lo dicen, te lo restriegan, te lo repiten una y otra vez. Asentir una y otra vez hasta que te den calambres.
No entender su incomprensión, sollozar cada vez que meten el dedo en la herida.
Volver a la rutina de la mirada perdida, de las preguntas retóricas y de zarandeos que astillan huesos.
Y un día, oscuro como los demás, aparezca quien pueda tener la infinita paciencia de gastar su tiempo en recoger trozos, limpiarlos, volverlos a soldar.
Una tarea ardua, lenta, pesada, pero que no le importe.
Que marque un antes y un después.
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